Mi diario de mudanza

Primeros días.

Fuimos a visitar nuestro futuro barrio. Nos parece todo tan lejano. Cuesta creer que esas calles algún día serán el camino a casa. Parece imposible que alguno de esos desconocidos que nos miran con recelo serán parte de nuestra vida cotidiana. La casa es hermosa, más linda que ninguna en la que hayamos vivido. Está casi vacía y nosotros, casi desnudos. Se puede decir que estamos a mano.

Un mes.

Me pregunto si ese que uno sueña como tal es su hogar o es simplemente que el inconsciente tada un poco más en acomodarse a las mudanzas.

Anoche soñé que había un niño chiquito deambulando por la casa y se metía en la ducha en la que el agua corría. La constancia del baño, el agua cayendo como un “timer” que indica que algo empieza o está por terminar.

El niño no era ninguno que conozca, o una mezcla de todos. Tenía una risa que ocupaba toda la cara y la mirada reía con ella.

Yo lo corría por los cuartos diciendo, que sinverguencín que sos…y el más se reia, todo mojado.

Y ahí estaban: el living que pinte de un color fuerte, con las paredes irregulares, la marina en la pared, la mi cuarto con aquel ropero inmenso y odiado, los cuartos de los nenes, la cocina tan ecléctica …mi casa de allá lejos. La casa en la que crecieron mis hijos, en la que vivía cuando murió mi padre, en la que me recibí de abogada, la casa que se llenó de amigos, la que visitaron los ladrones tantas veces quebrando nuestra paz, la casa que me vio llorar y llorar en la madrugada, frente  a la computadora, frente a una foto.

Dos meses.

La melancolía es un veneno. Extraño todo. Extraño el frio, la incomodidad. Extraño saber para donde voy aunque este equivocada. Extraño que las baldosas ya conozcan mis pasos.Extraño lo predecible de mi mundo en caos. Extraño existir más allá de las paredes de mi casa. Extraño transcurrir tirada por un hilo invisible sin permanentes cruces de camino, sin decisiones que tomar. Extraño no pensar la marca del agua ni el arroz. Extraño saber cómo funciona. Extraño poder hablar de mis fantasmas, volcarlos todos en una charla de café. Extraño no estar sola.

Tres meses.

Empezaron las clases. Ahora tenemos horarios y rutinas. Conocemos más gente. Todos, como nosotros, transplantados desde algún sitio. En esta ciudad nadie ha vivido por más de 20 años. No hay un bar en el que el abuelo haya podido ir con el padre y ahora con el nieto, no hay un árbol en el que se hayan hamacado madre e hija cuando niñas, no hay una placa que recuerde que aquí, hace 100 años nació un poeta o un prócer. Todo es nuevo, todos somos más o menos recién llegados, cada uno cargando con sus bártulos en contenedores, baúles, valijas o pequeños atados. Cada uno con su historia más o menos compleja hecha de esperanza, curiosidad, desafío, algunos  miedos y futuro.

La casa ha ido cediendo a nuestra presencia y ya se siente como nuestra. Ya hemos roto las primeras copas y quemado las primeras ollas.

Lentamente mi mano ocre, beige y marrón se va apoderando de todos los rincones, con la desaprobación de mi amiga venezolana que reclama los colores.

Supongo que la luz se irá metiendo en mi paleta y esos colores llegarán también, con las plantas y el jardín que aún está por hacer.

Pero de a poco, la casa se va haciendo nuestra: mi lugar en la cocina, frente a la ventana, el desorden de mi mesada en el que ahora reconozco mis cosas y no unos objetos extraños. Ese otro rinconcito, por ejemplo en el que puse una pequeña biblioteca en la que están las fotos de mis padres, la campana de la casa de todos en Maldonado, una cajita de madera que trajo papá una vez con unos vinos intomables, llena ahora con sus fotos y recuerdos, cartas de mi madre con recomendaciones para nuestros veranos en Santa Ana, algunos pocos libros que mudé conmigo, el costurero de mi abuela, un par de regalos de mis nuevos vecinos, una mesita que rescaté del pasado de un desconocido, un cuadro tallado por Raúl Núñez en nuestros días de La Máscara, una lámpara de papel, cálida, frágil, luminosa como siento mi vida a veces.

No somos las cosas que tenemos pero me gusta que las cosas sientan que son porque las tengo

Cuatro meses.

Es la primera vez en mucho tiempo que me preparo un té, ya sola en la madrugada.

Hoy fue un día distinto. No mejor, pero diferente. No me obligue a nada: me levanté cuando ya no tuve más sueño, comí cuando tuve hambre, cociné porque tenía ganas, miré una película con mi hijo y ahora estoy sentada en el jardín, acompañada  por una comadreja que cada tanto me mira sorpendida.

Es curioso lo que pasa con los temores. Cómo los dejamos entrar y adueñarse de nosotros. Y cómo emergemos con un poder indescriptible cuando los gobernamos. El miedo es un parásito que se alimenta de nosotros y alcanza con una chispa de lucidez para extinguirlo.

Tengo una taza de té. Creo que es la primera desde que nos mudamos a estas tierras calurosas y húmedas. Me gusta tomarlo en una taza de bordes finos, sorberlo lentamente, sentir el aroma familiar, dejar entrar su calidez desde los labios recorriéndome.

A veces solo eso se precisa. Una taza de té y el mundo se hace más cercano y nuestro.

Seis meses.

Ya han venido nuestras primeras visitas, familiares  y amigos que miran con ojos de descubrimiento los paisajes de nuestra nueva vida. Las partidas siguen siendo  un desgarro para todos, pero ya se miran con la serenidad de saber que los puentes están hechos y a la espera de ser cruzados.

Ocho meses.

Hemos pasado ya nuestras primeras “fechas”: las fiestas, los cumpleaños, los feriados. Weston ha dejado de ser simplemente un lugar de fantasía donde transcurrir serenamente para ser el territorio de nuestras nuevas vivencias.

Hemos aprendido a disfrutar del descubrimiento y para eso nos hemos hecho cómplices de otros que, como nosotros, han venido a estas tierras a continuar su historia.

La melancolía ha cedido el paso a la alegría de los nuevos encuentros: las salidas compartidas, los cafés con amigos, los auxilios recíprocos.

Podemos traer los muebles o comprarnos todo nuevo pero algo no puede faltar en la valija del inmigrante: las fotos y las ganas de abrirse, la disposición a encontrarse con los otros, la voluntad de integrarse para, un día, dejar simplemente de estar y pasar a pertenecer.

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Sobre Florencia 19 artículos
Uruguaya, 42 años. Llegada a Weston en julio de 2013.

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