Esta historieta sucedió en unos esos días de fiesta, en verano, cuando duermen primos y amigos de mis hijos, desparramados por toda la casa, cayendo en posiciones insólitas, luego de horas de charlas, películas de terror, compu o documentales de camaleones (son niños raros). Cuando se levantan, es tan tarde que uno no sabe si darles el desayuno o la merienda.
Uno de esos días tuve la gran idea del licuado de banana: potasio, calcio, azúcar, todos buenos insumos para arrancar el día. Coloqué mi bella licuadora metalizada con jarra de vidrio, le tiré las bananitas adentro, un litro de leche, un par de cucharadas de azúcar y arranca el brrrrrrrr. Tenía que decirle algo a mi niño, entonces dudé entre optimizar el tiempo y dejarla trabajando mientras me trasladaba dos pasos o apagarla. La dejé, que podría pasar….
Pasó que la tipa se precipitó al vacío, con mi leche, mis bananas, mi azuquita , se hizo –no digo mil, porque sería exagerar – pero si muchos, muchos añicos.
Lo interesante es que recién se apagó cuando se desenchufó, quiere decir que durante el período de caída, ya sin tapa, expulsó con vehemencia trozos de banana que me hicieron una especie de revoque californiano en toda la cocina. Hay que avisarle a los que hacen arte vanguardista que esta puede ser una técnica asombrosa.
Cuestión que ahí estaba, parada frente a los restos del cataclismo, buscando infructuosamente en mi mente si había alguien más, aparte de mi misma, que pudiera tener la culpa de esto y ser depositario de los epítetos más escandalosos que pudieran venir a mi boca. Intentando descubrir, entre tanto, si me martirizaba la pérdida de la licuadora perfecta (casi, porque las perfectas no hacen esas estupideces), si estaba haciendo el duelo por el licuado perdido o si buscaba un bidón de nafta y un fósforo para darle una solución final a la cocina…
La anécdota sin dudas es algo tonta (o la tonta soy yo, vaya uno a saber). Pero mientras limpiaba, cerraba los ojos y pedía un minuto hacia atrás. Ese minuto en el que iba a decidir apretar el botón de apagado antes de irme.
Cuántas y cuántas veces necesito ese minuto hacia atrás. Sabía que no era mala suerte, ni fatalidad, ni desgracia: había tenido la oportunidad de evitarlo, me representé el peligro y sin embargo seguí. Cuántas y cuantas veces he hecho esto con mi propia vida y cuántas más lo haré, hasta que aprenda que el minuto hacia atrás que pido, es el minuto hacia adelante que tengo que representarme ante cada decisión y que ese pensamiento lateral, molesto y pesimista, es la buena suerte que reclamamos a gritos frente a los vestigios.
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